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De Debord al TikTok: la farándula como religión civil de nuestro tiempo

Por Max Montilla 

Guy Debord, en 1967, encendió una alarma que pocos quisieron escuchar: vivíamos en una “sociedad del espectáculo”, un orden donde la imagen sustituye a la realidad, y donde las relaciones humanas quedaban mediadas por representaciones cuidadosamente producidas. Medio siglo después, basta abrir Instagram o TikTok para entender que el diagnóstico de Debord no solo se cumplió, sino que se radicalizó. La farándula, que antes era un nicho del entretenimiento, hoy se ha convertido en el modelo de vida pública dominante.

Pero, ¿Quién es Guy Debord? Fue un pensador francés (1931–1994), escritor, cineasta y sobre todo teórico social, conocido principalmente por su obra “La sociedad del espectáculo” (1967).

La farándula de los años setenta y ochenta respondía a una lógica mediática centralizada: grandes canales de televisión, revistas de chismes, cine de masas. El acceso a la fama era limitado, casi aristocrático. Se podía criticar su banalidad, pero estaba acotada a una élite de “estrellas”. Debord señalaba que esas figuras eran la proyección más visible del espectáculo: personajes convertidos en dioses de cartón, cuya vida pública era consumida como sustituto de la experiencia auténtica.

El presente ha borrado esa distancia. Hoy todos podemos aspirar a ser farándula en menor escala. El “influencer” y el “creador de contenido” son ciudadanos comunes que se convirtieron en mercancía visual, en iconos de consumo para microaudiencias. Esta democratización aparente de la fama no elimina la lógica de Debord; al contrario, la profundiza. La vida privada, los gestos cotidianos y hasta las desgracias personales se convierten en contenido para ser monetizado y viralizado.

La gran diferencia con el mundo que describió Debord es la velocidad. Antes, los ciclos de la farándula se movían al ritmo de semanarios y programas de televisión. Hoy, el espectáculo es instantáneo: un escándalo puede estallar, ser consumido y quedar olvidado en cuestión de horas. La fugacidad no reduce el impacto, sino que lo multiplica: millones participan en esa ola, opinan, comparten y producen versiones del mismo suceso, convirtiendo cada instante en espectáculo coral.

En esta lógica, la farándula dejó de ser un “sector” cultural para colonizar todos los ámbitos. La política se volvió espectáculo: líderes transformados en “marcas personales”, campañas electorales diseñadas como series de Netflix, discursos moldeados por el algoritmo de YouTube. Lo mismo ocurre con la religión, el deporte o los negocios: ya no importa solo la acción real, sino cómo se ve, cómo circula, cómo se comenta. El espectáculo se convierte en el filtro que otorga existencia pública.

Los algoritmos, ausentes en la época de Debord, hoy actúan como sacerdotes invisibles del nuevo culto. Seleccionan qué historias se viralizan, a qué escándalo prestaremos atención, qué rostro será elevado a “estrella” por unos días. No solo consumimos farándula: vivimos dentro de ella, guiados por sistemas que manipulan la emoción, la indignación y la risa para mantenernos cautivos. El espectáculo ya no es solo un reflejo del capitalismo tardío; es su motor más rentable.

Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿qué queda de la vida auténtica? Debord afirmaba que el espectáculo era “la negación de la vida vivida directamente”. Hoy, esa negación se ha naturalizado. La experiencia sin cámara, sin registro, parece carecer de valor social. El ser humano, convertido en actor y espectador de sí mismo, termina atrapado en un bucle donde existir es aparecer, y desaparecer equivale a morir socialmente.

La farándula, entonces, ya no es un rincón frívolo del entretenimiento: es la religión civil de nuestro tiempo. Como toda religión, ofrece ídolos, rituales y promesas de salvación (likes, seguidores, fama). Pero también exige sacrificios: la intimidad, la verdad y la autenticidad. Desde Debord hasta hoy, lo que ha cambiado no es la esencia, sino la profundidad del fenómeno. Vivimos en la época en que todos somos farándula, aunque no lo queramos, y donde escapar del espectáculo parece la última forma posible de rebeldía.

Nos leemos en otro artículo , Dios mediante. 

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